Hace un par de días yo me encontraba muy, muy cansada en el salón de mi casa, mientras observaba a Dani jugar con sus dinosaurios. Entonces el pequeño preguntó: “Mamá, cuando se muere un diplodocus, ¿Qué pasa?”. Un saurópodo de veintisiete metros de lago, no es una minúscula mariquita que puedas expedir en un momento dado a cualquier lugar… así que sin mucho cavilar decidí que el mejor sitio para este bonachón herbívoro, podador de árboles altos, sería ir al cielo. Esta conversación no podría acabar así de fácil para un pequeño entrenado en el apasionante juego del
brainstorming. Entonces continuó: “Pero mamá, si va al cielo, se va a chocar con el avión de papá cuando despegue”. Yo pensaba que las preguntas difíciles empezaban a partir de los doce años y no a los tres. Entonces tras una imagen flash en mi mente de un A320 de 37.57m enredado con un diplodocus de 27m., observé una maliciosa sonrisilla en el rostro de mi marido que se iba ocultando tras su Ipad. El susodicho y yo tenemos serias discrepancias sobre el tema. Él dice que el cielo no es una buena solución después de la vida para una persona que lo tiene en la actualidad como oficina. Le asalta el extraño temor de que tendría que seguir haciendo horas extras; lleva a San Juan al nimbostrato, evacúa el torre cúmulo que está a punto de reventar, dibuja un “bienvenido diplodocus” en el nivel Mintra… Parece que le atrae más la idea de un infierno calentito exento de tormentas y donde el suelo no se mueva. De cualquier manera, le respondí a Dani, que no me refería al cielo físico sino a un lugar algo más alejado…
“¿Algo así como el espacio?” Increpó Daniel.
“Sí, bueno… algo así…” le respondí sin aplomo.
Entonces Daniel concluyó indignado: “Pero eso va a ser todavía más peligroso mamá, porque allí se chocará contra un cohete”.
La sonrisa maliciosa de mi marido ya no estaba sola, le acompañaban lágrimas en los ojos y estaba a punto de romper en una estrepitosa carcajada.
Entonces entendí que con el camino que estaba tomando aquella conversación, era mejor posponer la charla al día siguiente después de merendar, cuando pudiera prepararme mejor la posible vida después de la muerte de sus amados dinosaurios extinguidos. Le expliqué las cosas bonitas que me contaron del "cielo" en mi infancia y que era algo que no podíamos imaginar porque no habíamos estado nunca allí, igual que los peces no pueden imaginar el extraordinario mundo que hay en la tierra.
Quisiera aportar tres conclusiones de todo esto:
Primera: Nuestros hijos son versiones mejoradas de papá y mamá. Sé muy riguroso en tus explicaciones y no trates nunca de engañarles, perderás credibilidad.
Segunda: Si no sabes o no puedes dar la solución a una cuestión planteada por el pequeño, díselo y pon fecha y hora para volver a tratar el tema cuando dispongas de más información o más tiempo. Nunca dejes a un niño con una duda mucho tiempo.
Tercera: Los niños, como los mayores, tenemos la necesidad de creer en algo.
El tema de la religión en nuestro cerebro es como un campo. Cuando naces, está yermo pero con un gran potencial. Para alguna gente, la religión que nos enseñaron nuestros padres, en estos momentos la ven como unos árboles raquíticos. Por supuesto, todos queremos para nuestros hijos un campo de bellos árboles frondosos muy productivos. Entonces dejamos el campo en barbecho, a la espera de encontrar la especie perfecta que nunca llega. El problema es que los campos cuando se dejan mucho tiempo en barbecho son colonizados por las malas hierbas que incluso podrían llegar a ser venenosas. Mi conciudadana Pilar Salarrullana decía algo así como que las mentes sin creencias eran las más fácilmente captables por las sectas.
He oído amigos decir: “Bueno, yo no bautizo a mi niño porque prefiero que lo decida él cuando sea mayor de edad”. Nunca he oído decir: “Bueno yo no enseño a mi niño a leer porque prefiero que lo decida él cuando sea mayor de edad”. Quizá querían decir y no dijeron: “Yo no lo bautizo sencillamente porque no lo considero de provecho para él”.
Mi incansable y polifacética abuela Isabel decía: “Siembra el perejil en mayo y tendrás perejil para todo el año”. El cerebro tiene una etapa de crecimiento extraordinario hasta los seis años. Los idiomas que se aprenden en esa etapa ocupan menos espacio en el mismo que los que aprendemos de mayores. La época de sembrar es ésta, de los 0 a los 6 años. Siempre habrá tiempo de podar, de replantar, e incluso de “replantear” si quieres todo el jardín, sin lugar a lo que tu consideres malas hierbas.…
La actividad de esta semana consiste en hacer/imprimir unas tarjetas con un texto y una imagen que se guardarán en un bolsillo cosido en la funda de la almohada. Cada noche se tomará una tarjeta sorpresa, se leerá y se anudará a un lazo también cosido a la misma. Los textos que propongo son bonitas oraciones de mi infancia. Descargar
aquí y
aquí. (Pero cada cual podría adaptarlas a sus creencias, quizá simples frases de agradecimiento por el día o lo que consideréis. Si el tema creencias siguiese sin convencerte, puedes hacer este juego con refranes o frases célebres).
Mi hijo Daniel aprendió a rezar a la vez que a hablar. Emocionado elegía una tarjeta por el dibujo, “La del niñito Jesús, la del niñito Jesús” y sin darme tiempo a darle la vuelta la recitaba en un suspiro. Una de las oraciones está en ingles porque los miércoles en mi casa era el día de habla inglesa.
El ilustre catedrático Howard Gardner es mundialmente conocido por su teoría de las inteligencias múltiples. Entre ellas define la inteligencia espiritual como la sensibilidad para lo religioso, lo místico, lo trascendental… Creo que éste es un tema lo bastante importante como para dejarlo pasar.